9 mar 2009

La invasión

Al caer el día, aquella habitación presentaba siempre la misma escena. Noche tras noche, Jacobo, yacía casi inconsciente en el raído sofá orejero de aquella fría habitación de pensión barata.
Formaba parte del ritual diario sentarse frente al espejo de pared y compadecerse de la patética escena que le devolvía. Cuanta más pena sentía por si mismo, más rápidamente vaciaba la botella de wisqui. Se amorraba con desesperación deseando perder la consciencia cuanto antes para diluir aquella penosa imagen.
Aquel día ese estado no llegaba y le quedaba ya poco en la botella. Se medio enroscó en el asiento al notar que algo serpenteaba por el suelo.Intentó fijar la mirada en aquel movimiento y vio que de algunas de las tablas del suelo salían pequeños bichos asquerosos, pensó que eran carcomas.Oyó un crac, crac en la pared y se dio cuenta que el marco de madera del espejo había desaparecido y que la pared se había llenado de manchones oscuros en moviendo.
Un ejército de insectos bien adoctrinados estaban arrasando el mobiliario en cuestión de minutos.Hacían un ruido como los rumiantes y le taladraba el cerebro. Tenía la impresión de que podían haberse colado por alguno de los orificios de su cuerpo,…..
Inspeccionó los oídos, adentrándose hasta herir el tímpano. Ya no los oía, algo había ganado; las fosas nasales las trató con más cuidado, nada, metió los dedos en la boca, hasta la garganta y nada, descartó la idea al no encontrar ninguno.Tenía picores por todo el cuerpo, muchos más que de costumbre a esa hora y temió que le hubiesen entrado por la pernera de los pantalones. Se los sacó. Rascaba y palpaba sus piernas y donde creía ver uno, pellizcaba y tiraba con furia del pedazo de carne donde sentía tener al bicho enganchado.No sentía dolor, simplemente asco. Angustia. Eran bichos odiosos y repugnantes y ahora estaba convencido de que no se iban a conformar con la madera de los muebles.
Pensaba que no les interesaba su carrocería que lo realmente ambicionaban era sus vísceras, su cerebro, su podrido hígado, su preciado corazón.Se le antojo que podían invadirle por el ano y decidió taponarlo con lo primero que encontró a mano: la botella, así que se la introdujo hasta estar seguro de que por ahí no pasaría ningún intruso.
El pequeño orificio del pene también era vulnerable y decidió atar un pañuelo como si se tratase de un torniquete, otra posible entrada bloqueada.
Hizo jirones su camiseta y taponó oídos, nariz, ombligo e hizo un gran muñón con el resto de la camiseta y se lo introdujo en la boca, dejando un orificio nasal para respirar, el cual cuidaría con esmero para vetar la intrusión.
Ya más tranquilo, sintiéndose un gran estratega, cerró los ojos, estaba muy cansado. Cayó en un profundo y etílico sueño.
A la mañana siguiente, la chica de la limpieza, lo encontró muerto en el sofá, ahogado en su propio vómito, el que le provocaba todas las noches la maldita cirrosis.

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